El arte en el desecho

Autora: Denise Scott Brown

Hace muchos años, cuando impartía clases en la Universidad de Pennsylvania, compartía una clase de urbanismo con paisajistas. Un día invitaron a una jardinera que nos enseñó unas secuencias de imágenes de plantas. Había fotografiado el crecimiento de rosas. En una secuencia tras otra, las rosas pasaban de ser tiernos capullos a espléndidas flores. Pero, ¿y después? De repente me di cuenta de que sólo estábamos viendo la mitad del proceso. Después del florecimiento viene el deterioro: la rosa envejece, marchita y después muere. Pero la jardinera no podía enfrentarse a ese proceso de marchitamiento y de muerte; para ella, las fotos terminaban con el logro y la plenitud.

Sin embargo, el ciclo natural es semilla, brote, flor, marchitamiento, muerte, rebrote, y así comienza un nuevo ciclo. No es una historia tan mala. Aparece en todas las formas de vida y en toda la mitología humana; es el contexto para cualquier discusión sobre los procesos humanos, incluidos aquellos de vida urbana y crecimiento de las ciudades. En la década de los cincuenta, los urbanistas, que habían presenciado la destrucción de la ciudades europeas causada por las bombas, y el deterioro de las ciudades norteamericanas por la migración de la población a barrios residenciales de la periferia, emplearon para denominar estas pérdidas un término que hace referencia a un fenómeno de la naturaleza: «blight«; y designar así el deterioro urbano («urban blight«). A medida que se extendió, empezaron a revisar sus nociones del cambio urbanístico, y empezaron a entender el nacimiento, la decadencia y la recuperación de áreas urbanas como parte de un ciclo vital. Esta visión del proceso de degradación paralelo al del ciclo vital, será el contexto en el que enmarcaremos nuestro intento de considerar el arte en el desecho.

¿Cómo ven los seres humanos los desechos? Pensamos en ellos como algo sucio. El polvo es seco y relativamente limpio pero la basura es húmeda y desagradable. El desecho tiene connotaciones desagradables. Por ello, para profundizar en las relaciones entre arte y basura, tendré que ser poco delicada. Imaginad a un bebé que se ha escapado de su pañal lleno de heces. Si tiene la oportunidad, jugará con ellas. Son parte de él, y por eso le gustan. Pero la madre no lo soportaría; la sociedad tampoco. Algo debe hacerse con las heces porque, siendo realistas, no son higiénicas. Sin embargo, cuando se controla demasiado al bebé, sin tacto y sin conocimientos, el resultado será inhibición, y en particular, inhibición artística, porque la necesidad de jugar con los residuos está relacionada con la creatividad. Una buena madre sabrá transmitir esta necesidad dejando al niño jugar en el barro, haciendo castillos de arena o tartas de barro, es decir, haciendo algo seguro inmerso en la suciedad. Considerar el arte en el desecho significa, por lo tanto, tomar en consideración características humanas básicas y asumirlas a través de la educación, entendiendo, por ejemplo, que jugar entre la suciedad está ligado a la creatividad.

Nuestra definición del desecho es cultural. En un artículo de la anterior publicación de Basurama [1] se hacía referencia a que un campesino no tendría la misma relación con el estiércol que un urbanita. Esto me recordó a una granja que visité en Cape Dutch en Sudáfrica. El suelo estaba hecho con estiércol. Estaba encerado y su olor era fresco. Lo habían mezclado con huesos de melocotón y, al tacto, era como una goma muy suave. El estiércol y los huesos de melocotón se consideraban recursos valiosos en esa sociedad, no se percibían como basura. Las casas kraal africanas también tienen suelos de estiércol y los africanos usan los neumáticos de los coches viejos para hacer sandalias. Con ellos hacen las suelas y con los cables del interior del automóvil hacen las correas. Es un calzado excelente para caminos accidentados.

Nuestra definición del desecho también es clasista. La gente de clase alta suele considerar vulgar y despreciable el gusto de la gente de clases inferiores, y nosotros, los arquitectos, usamos las expresiones «deterioro visual» o «polución visual» para describir las formas de la cultura comercial, y en especial de los carteles de las ciudades. Pero creo que no hacemos un uso apropiado de estas expresiones. La analogía con la polución química no tiene fundamento. Las sustancias químicas pueden ser dañinas para la salud y su presencia en la atmósfera se puede medir en partículas por metro cúbico. Pero ¿cómo mides la polución visual? Lo que definimos como polución visual es, a menudo, lo que encontramos feo. Pero, eso mismo, puede ser bonito para otra persona, o algo que sencillamente se adecúa a sus necesidades. A veces somos presuntuosos con las cosas que nos parecen de rango inferior.

¿Por qué estoy aquí? En primer lugar porque Basurama, al estar investigando la basura como recurso artístico, ha elegido un campo muy interesante. Se dirigieron a Robert Venturi y a mí porque habíamos analizado un fenómeno denostado: Las Vegas [2] y Levittown. Las Vegas es la apoteosis de la expansión comercial descontrolada en las autopistas de las afueras de las ciudades norteamericanas, y Levittown es un barrio residencial periférico de gente de clase media-baja, de los que emergieron después de la Segunda Guerra Mundial para alojar sobre todo a veteranos de guerra, las «ticky tacky boxes» del popular tema del cantante de folk Pete Seeger. Para los arquitectos de clase media-alta son claramente las casas de otra gente. Nosotros intentamos aprender de ellas, intentando observarlas sin prejuicios para, tal vez, poder extraer algo bello de ellas.

Antes de esto, otro colectivo de Madrid nos había llamado para invitarnos a participar en una exposición sobre plagios. Nosotros dijimos que no porque si no, a partir de ese momento, nos acusarían de robar las ideas de otros. Ellos insistieron e intentaron explicarnos que habían usado una palabra menospreciada para referirse a un fenómeno interesante y potencialmente beneficioso: la influencia que se establece entre diferentes grupos o movimientos. Así que respondimos que sí, porque nosotros, después de todo, habíamos usado la palabra sprawl [3] en nuestro afán de analizar los barrios residenciales sin prejuicios. Más tarde se dirigieron a nosotros una vez más, pidiéndonos que atendiéramos a la llamada de Basurama, que también usan una palabra con connotaciones negativas, basura, para describir algo bueno; sentimos afinidad con su aproximación al fenómeno de la basura y, por ello, encontramos su propuesta un desafío.

Más adelante, una arquitecta romana a la que respeto mucho me dijo que me había puesto en contacto con algunos de los arquitectos jóvenes más interesantes de Europa. Muchos arquitectos han considerado que si decidimos analizar la arquitectura de Las Vegas significaba que no teníamos un compromiso social. Estos críticos, que son sobre todo de una generación anterior, eran incapaces de separar estructura y contenido. Por ejemplo, el hecho de que no me sienta para nada identificada con la religión católica medieval no implica que no me puedan gustar las catedrales medievales. No tengo que creer en esa religión para que me encanten estos edificios religiosos. Del mismo modo, no tiene por qué gustarme el juego para poder estudiar el urbanismo de Las Vegas. Basurama ha entendido esto, y reconoce la afinidad entre nuestras ideas y nuestras preocupaciones sociales y las suyas.

Pero también existe otro camino que me condujo hasta aquí. Empezó en África. Como cualquier otra niña que creciera en Sudáfrica, mi vida cultural estuvo dominada por el Reino Unido. Aunque ya no éramos una colonia, éramos, en términos culturales, una sociedad colonial. Los expatriados ingleses que vivían allí nos decían que nuestra realidad era inferior a la de Inglaterra. Buscaban en Sudáfrica paisajes de un verde como el de Surrey, sin reparar en la belleza de nuestro paisaje seco de color caqui. ¿Por qué mi hermoso altiplano estepario tenía que parecerse a Surrey? Me convertí en una africana xenófoba que protestaba airadamente contra la importación de otras culturas y tal vez objetara demasiado, pues ahora creo en el multiculturalismo.

Muchos compartían mis opiniones en África, donde el debate artístico giraba en torno a qué era África y a cómo nosotros, como artistas, debíamos expresar los paisajes y la cultura africana. En este contexto, el arte vernáculo era venerado mientras que la cultura popular africana era menospreciada; cuando los artistas africanos dejaron de lado sus tradiciones para aceptar también la influencia del Johannesburgo industrial, los puristas se sintieron ultrajados. Sin embargo, creo que estos movimientos populares, y en especial aquellos que reciclaban desechos industriales, eran muy interesantes, mucho más interesantes, de hecho, que las interpretaciones de la cultura vernácula que habían hecho los artistas más renombrados.

En definitiva, estábamos atrapados culturalmente entre el «debería» y el «es», entre el «debería» de un país lejano y el «es» de África. Creo que los artistas que ven sólo basura en el «es» y atienden demasiado a los «deberíais» provenientes de un lugar lejano corren el riesgo de perder su creatividad. Con esta visión, la del «es», fue con la que me aproximé a Las Vegas. Creo que mi visión de Las Vegas es africana porque implica mirar a la realidad cotidiana que nos rodea e intentar verla como una fuente artística y cultural, e incluso, ir todavía más allá y cuestionar sus reglas. Si éstas provienen de otro lugar y de otro tiempo, ¿siguen teniendo vigencia ahora?

En 1952, cuando era estudiante de arquitectura de cuarto curso, me trasladé de Johannesburgo a Londres y allí ingresé en la Architectural Association (AA). Llegué a Inglaterra en un período de grandes cambios sociales, por las políticas sociales que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Los alumnos de la AA estaban divididos en diferentes grupos: por una parte existía un grupo de alumnos que habían recibido una beca para poder estudiar allí; por otra estaban los clásicos alumnos de la AA, los que habían estudiado en colegios de élite y se podían permitir estudiar en esa escuela. Como yo provenía de una colonia, podía relacionarme con los miembros de ambos grupos porque no tenían referencias sobre mí, pero, entre ellos, apenas se relacionaban.

En medio de este estado de agitación social, el debate arquitectónico más interesante tenía lugar entre aquellos que habían sido becados. Se sentían atraídos por el trabajo de los nuevos brutalistas, Alison y Peter Smithson. Los Smithson provenían del norte de Inglaterra, lo cual ya era un signo, en aquella época, de que no eran de clase alta; por eso, ellos tenían una visión propia, la visión del extranjero (al igual que la tengo yo por ser africana, o que la tiene Rem Koolhaas, que cuando era adolescente vivía en Indonesia). Tanto los Smithson como Robert Scott Brown, mi primer esposo, como yo, y más tarde también Rem, llegamos a la cultura metropolitana, donde está el origen de nuestra, ahora, cultura divergente, con un punto de vista diferente, y tal vez por ello, con una mente más lúcida.

Para los brutalistas, no obstante, el debate no giraba en torno a la confrontación entre la cultura colonial y la metropolitana, como ocurría en África, sino que era una cuestión de clases, entre las clases superiores y las inferiores. Los Smithson rechazaban la visión del urbanismo de Le Corbusier, es decir, la visión del CIAM; se asociaron con Team 10, los rebeldes europeos que se oponían al CIAM, y enfocaron su trabajo en la vida callejera de los barrios más pobres. Por ello prestaron atención al trabajo de algunos sociólogos británicos que estaban instando a los urbanistas a que entendieran el tipo de vida de la gente de los barrios del este de Londres, alertando de que, aquellos cuyas casas habían sido bombardeadas, no podían ser trasladados sin más a una zona residencial periférica. En los barrios más humildes, las conexiones sociales, los lazos familiares y de amistad creaban vínculos que protegían a la gente de las dificultades ocasionadas por la pobreza. Su vida en las calles era un sistema de apoyo y sustento del que no podían ser privados.

Los Smithson, en aquel período, se referían a su trabajo como «socioplástica activa». Pero pronto se dieron cuenta de que era difícil incorporar la sociología al diseño, y por ello, concluyeron que los sociólogos debían ampliar su disciplina para incluir las necesidades de los arquitectos. Les dije que tenían que ser ellos los que, al contrario, tenían que ampliar sus miras, no los sociólogos, pero finalmente se rindieron. Yo seguí intentándolo.

Otro de los intereses de los brutalistas residía en romper las reglas, hacer justo lo contrario de lo que tradicionalmente se había hecho en arquitectura. Su rebeldía hizo resonar en mí el espíritu africano de trasgresión y, en consecuencia, empecé a interesarme por el manierismo, es decir, la arquitectura que rompe las reglas, desde entonces. También estaban interesados en la cultura popular, y en especial, en la cultura popular norteamericana. Junto con Ian Hamilton y otros miembros del Grupo Independiente de Londres, crearon un protomovimiento de arte pop en los años cuarenta, mucho antes de que naciera en América. Su interés por lo pop era otro modo de transgredir normas, porque consistía en percibir de un modo creativo lo que otros consideraban kitsch o, simplemente, una porquería.

Los brutalistas también reconsideraron los ciclos de cambio en urbanismo y en arquitectura, y esto les hizo cuestionar la visión del funcionalismo de la arquitectura moderna. Algunos miembros del movimiento moderno, a través de su doctrina Neue Sachlichkeit (nueva objetividad) habían propuesto lo siguiente: que se olvidara la arquitectura del siglo XIX para poder afrontar los desafíos de la industria moderna. Resolviendo los problemas directamente, sin atender a la estética o a las leyes de composición de la arquitectura, creyeron que encontrarían soluciones adecuadas para los proyectos y para los nuevos tiempos. Y esto a pesar de que la arquitectura resultante pudiera parecer fea, con yuxtaposiciones estridentes entre, por ejemplo, las escalas para máquinas industriales y las escalas de los lugares reservados para la gente. Los arquitectos modernos pensaron que, aunque en un primer momento seguramente odiarían los resultados de un pensamiento objetivo, acabarían por amarlos, porque los edificios eran como tenían que ser. La ruptura con las reglas no era entonces arbitraria; lo que se hacía estaba determinado por la lógica.

También nosotros, en nuestro trabajo, hemos llegado a buenas soluciones que eran tremendamente feas. Creo que estas experiencias nos llevaron hacia una nueva sensibilidad. Al igual que el estudio de la realidad cotidiana, nos llevaron más allá del predominio de lo estético para encontrar una nueva manera de mirar las cosas, en línea con los tiempos y con las nuevas tecnologías. Como creo en esta versión de una Neue Sachlichkeit, suelo decir que soy una arquitecta moderna y funcionalista. La definición de modernidad, no obstante, debe cambiar. Por ejemplo, debemos abandonar la idea de que el uso al que se destinó el edificio originariamente constituya después el único uso al que se pueda acomodar el edificio. En Venecia muchos edificios se utilizan desde el siglo XII, aunque esto no significa que el sistema de cañerías tenga ochocientos años. Sus usos habrán variado a lo largo del tiempo. Un palazzo puede haber sido la residencia de toda una dinastía y un almacén, luego un banco, un museo, un edificio institucional o hasta un edificio de apartamentos. Así que ¿cómo definimos la función del edificio? Tiene que haber otras definiciones que se adapten a la necesidad de acomodar los cambios en las actividades de los edificios a lo largo del tiempo.

Cuando ya estaba familiarizada e implicada en todos aquellos problemas que afectaban a África y a Europa, llegué a Estados Unidos justo cuando se estaba gestando el movimiento por los derechos civiles. Para mí, el origen de la nueva izquierda tuvo lugar en los debates sobre las condiciones sociales y raciales en las ciudades de los departamentos de urbanismo que tuvieron lugar en las Universidades de Pennsylvania y Berkeley. Yo había ido a Estados Unidos porque quería estudiar urbanismo. En la Europa de la posguerra era lo que había que hacer si eras un joven arquitecto con talento. Y el lugar adecuado para hacerlo era América. Además, Robert Scott Brown y yo teníamos otro motivo más: queríamos volver luego a África y desarrollar nuestras ideas y nuestros proyectos allí, trabajar para una África mejor. Peter Smithson nos recomendó que nos inscribiéramos en la Universidad de Pennsylvania porque Louis Khan impartía clases allí.

Para nuestra sorpresa, cuando llegamos allí, descubrimos que Khan no era profesor en el departamento de urbanismo. ¿Cómo podía ser? Pero nuestro tutor en la universidad, David Crane, nos aseguró que si nuestro objetivo era trabajar en África, teníamos que estudiar el urbanismo que se enseñaba en Pennsylvania. Y tenía razón.

Durante nuestro primer semestre no hicimos proyectos, sino que tomamos clases de sociología urbana, economía, estadística y construcción de viviendas como disciplina económica. En estos cursos nos dimos cuenta de que el tipo de urbanismo que nos había interesado cuando vivíamos en Inglaterra no sólo estaba totalmente asumido sino que aparecía ya en los libros de texto, y el objeto de los cursos era más interesante porque estaba relacionado con condiciones urbanas y problemas reales, más próximos a la «socioplástica activa».

La bibliografía para el curso de sociología urbana incluía los libros que los Smithson habían leído sobre la vida en la zona este de Londres, y nuestro profesor, Herbert J. Gans, había desarrollado un proyecto similar en la zona del oeste de Boston.

En la escuela de urbanismo descubrimos el escándalo de la renovación urbana, cómo, a través de este programa financiado por el estado, el sueño de los arquitectos de renovar los centros urbanos se había convertido en una pesadilla para los ciudadanos con pocos recursos económicos. Las imágenes de la renovación urbana en Norteamérica eran las mismas que en Europa, pero los que vivían en estas nuevas viviendas era los ricos; y los pobres, que antes vivían allí, habían sido forzados a marcharse a los suburbios y a vivir hacinados. Éste fue uno de los motivos por los que se inició el movimiento por los derechos civiles; surgió, en parte, a raíz de lo que los arquitectos estaban haciendo dentro del plan de renovación urbana. Cuando les dije a un grupo de alumnos de cuarto curso de arquitectura en Berkeley que, potencialmente, ellos eran parte del problema, se quedaron horrorizados. «¿Y tú qué vas a hacer?» me preguntaron. Algunos años antes, en la Universidad de Pennsylvania, le había planteado la misma pregunta a mi profesor de planificación de viviendas, William Wheaton: «Describes un problema complejo y no ofreces soluciones. ¿Qué haces tú al respecto?» Y él me respondió: «No sé. ¿Qué haces  al respecto?

Esa pregunta ha permanecido conmigo y ha determinado toda mi carrera profesional. ¿Qué voy a hacer respecto a este problema que no he causado pero que he heredado? ¿Qué iban a hacer los estudiantes con este problema del cual nadie les había comentado nada en los cuatro años que llevaban estudiando en la escuela de arquitectura? En los años sesenta, los arquitectos, cuando tomaban en consideración la ciudad, miraban hacia adentro, a la arquitectura. Leían lo que Le Corbusier había escrito sobre la Ville Radieuse en vez de examinar la ciudad tal y como es realmente; tampoco se preocupaban por leer sobre otras disciplinas de urbanística, de ir más allá de la arquitectura.

Suelo decir que soy un jinete como los del circo; soy capaz de montar en dos caballos a la vez, arquitectura y urbanismo. Cada uno de ellos cabalga en direcciones divergentes pero intento acercarlos y que vayan en paralelo. En la escuela de urbanismo aprendí a considerar la realidad urbana, el «es» de la ciudad, antes de exponer sus «debería». Herbert Gans, por ejemplo, nos enseñó la sociología de la estructura de clases en América. Mi antiguo profesor en la AA, Arthur Korn, que era comunista, solía decir «todos somos trabajadores». Cuando le conté esto a Gans, que, como Korn, era un refugiado alemán, me contestó que los arquitectos llevaban un estilo de vida y tenían los mismos gustos que la gente de clase alta. ¿Cómo podíamos proclamar nuestra solidaridad con la clase trabajadora si ni siquiera entendíamos sus necesidades, tal y como las veían ellos? Gans se quejaba de que los arquitectos que trabajaban como urbanistas, y se veían como expertos en su campo, no poseían los conocimientos necesarios sobre asuntos sociales y no entendían, como urbanistas, que tenían que respetar los gustos y los valores de otra gente. Los urbanistas, en una democracia, deberían entender que en una ciudad hay gente de culturas diferentes y gustos diferentes y que estas opiniones tienen que ser escuchadas.

Nuestros profesores en Pennsylvania nos recomendaron que, como arquitectos, visitáramos las ciudades del suroeste americano, a las que la gente acudía en masa porque allí se lo pasaba bien. Teníamos que intentar comprender qué era lo que atraía a la gente de esas ciudades, las cualidades de las que carecían los lugares creados por arquitectos. Ese fue uno de los motivos por los que fuimos a Las Vegas.

Mi primer proyecto en la Universidad de Pennsylvania versaba sobre un tema muy diferente. Se trataba de una nueva ciudad en Chandigarh. El profesor, David Crane, tomó el proyecto de Le Corbusier pero nos pidió que consideráramos una nueva ciudad desde el punto de vista de los campesinos, que habían emigrado a la ciudad y dependían de los desechos y de la basura para sobrevivir. ¿Qué podía ofrecerles una ciudad con tan pocos recursos? Bajo la supervisión de Crane, decidimos que la infraestructura urbana más asequible y más apropiada habría sido un sistema de drenaje. Como se trata de una zona de clima monzónico esto les permitiría acceder a lugares secos en los que construir sus viviendas.

Otro de los intereses de los urbanistas de Pennsylvania fue planear los cambios, cómo hacerlo cuando la naturaleza del cambio no puede ser predicha. Es más fácil predecir con precisión, por ejemplo, el crecimiento de la población de una nación, en un período determinado, que predecir en qué medida se expandirá una ciudad hacia una zona periférica, en ese mismo período. Una de las soluciones que se proponen más frecuentemente, dentro de nuestra incapacidad para predecir el futuro, es establecer una predicción en el punto intermedio entre la proyección más elevada y la más baja. Pero esta solución para un punto será errónea para todos los demás. Una aproximación que crezca flexiblemente será más adecuada. Lynch, en un artículo titulado «Environmental Adaptability» [4] propuso planear el cambio por sí mismo, sin predecir cual sería el cambio. Analizó diferentes formas de hacerlo. Una consistía en dejar espacio suficiente para que pudieran ocurrir varias cosas. Otra era diseñar un edificio con un amplio apoyo estructural y amplios huecos entre columnas de modo que pudiera acomodar una amplia variedad y densidad de actividades. Si también fuera posible separar los sistemas mecánicos y estructurales de los espacios destinados al uso, los cambios de actividades no se verían afectados por los sistemas de construcción. La propuesta de Lynch proporcionó la base para la evaluación tanto del cambio urbano como del arquitectónico.

Del mismo modo que los urbanistas estaban estudiando asuntos sociales y cambio urbano, también estaban aprendiendo a aproximarse a la ciudad como si de un conjunto de sistemas se tratase. En la década de los cincuenta se adaptaron ordenadores que antes eran para uso militar, para un uso urbano. La tecnología de las computadoras se aplicó, en primer lugar, a estudios que combinaban economía urbano-regional y medios de transporte, porque ambos campos se prestaban a análisis estadísticos. Me apunté a varios cursos de informática y de teoría urbana computacional a principios de los sesenta porque presentía que los estudios sobre medios de transporte regionales se estaban volviendo muy complejos y ya no eran accesibles para los urbanistas más tradicionales, especialmente en aquellos tiempos en que los ordenadores eran máquinas enormes. Sin embargo me fijé en que los investigadores, mientras trabajaban, hacían unas asunciones sobre urbanismo todavía más simples de las que hacían los arquitectos; una de las peores era que cualquier factor que no fuera susceptible de ser medido se podía ignorar.

También había gente culta y creativa en este campo que era consciente de la importancia de incluir también en sus proyectos aquellos fenómenos que no se podían medir con sus métodos. Estos últimos investigadores entendieron la importancia que tenían los métodos del urbanismo tradicional y el uso de la experiencia y el juicio humano a la hora de decidir. Pero me preocupaban los defensores neófitos de los ordenadores y quería aprender lo suficiente para alcanzarlos y poder hacerles ver que estaban haciendo demasiadas asunciones. Uno de los factores clave fue que, como diseñadores y como humanistas, aceptamos con una mente abierta todo lo que el ordenador podía hacer pero sin perder por ello nuestra capacidad de juicio delante de la pantalla. Gracias a la evolución de modelos matemáticos, pudimos acercarnos a una compleja visión de la ciudad como un conjunto de sistemas yuxtapuestos. Nuestra aportación como arquitectos y urbanistas podía ser entonces considerar cómo sacar provecho de la yuxtaposición de sistemas, y sobre todo, en aquellos puntos conflictivos o en los que se producían fallos.

Esta nueva visión me sirvió para recuperar mi interés por el manierismo en la ciudad. Si el manierismo era una forma de romper con las normas arquitectónicas, en el diseño urbano significaba romper las normas de los diferentes sistemas urbanos. Esto era inevitable, pues en la ciudad hay tantos sistemas, cada uno con sus reglas, que tiene que existir necesariamente un conflicto entre ellos. Pero las yuxtaposiciones y los conflictos entre sistemas urbanos pueden ser muy bellos, y los yermos que a veces generan son, potencialmente, lugares desafiantes y de libertad, tanto para la población como para hábiles artistas urbanos.

Cuando Robert Venturi y yo nos conocimos, en 1960, compartíamos un interés por el manierismo y él pronto empezó a comprender mi fascinación por la cultura popular y el paisaje urbano cotidiano. Observamos entusiasmados cómo los artistas pop norteamericanos empezaron a poner «residuos» en un nuevo contexto; por ejemplo, colocando una lata de sopa Campbell’s en un museo. Los artistas pop descubrieron nuevosfound objects. Los artistas modernos de principios de siglo tenían sus objets trouvés. A Henry Moore le habían atraído la escultura primitiva y los objetos naturales como los guijarros, mientras que los primeros arquitectos modernos rebuscaron en la industria, encontrando en sus silos y en sus chimeneas formas cubistas que les intrigaban. Bob y yo, habiendo aprendido de los arquitectos modernos a mirar en lugares insólitos y aprender de ellos, encontramos nuestras fuentes de inspiración en la historia y en la ciudad de la vida diaria con un poco de ayuda de los brutalistas, los artistas pop y algunos sociólogos. Gran parte de nuestra inspiración provenía de los ambientes comerciales y de la expansión de zonas residenciales periféricas. Sus arquetipos, la avenida principal de Las Vegas y Levittown, fueron nuestros found objetcs.

El último libro de Lynch, Echar a perder[5], es más poético y más filosófico que sus otros escritos. Habla de los residuos en muchos sentidos. Es impactante porque usa palabras que no estamos acostumbrados a ver impresas, y desde luego capta nuestra atención con ellas. Lynch alude a la necesidad de «gastar bien». Para nosotros esto implica aceptar los ciclos de nacimiento y muerte, el concepto de reciclaje y el uso de viejos objetos con nuevos propósitos, como la rehabilitación de edificios antiguos para nuevos usos. El movimiento de conservación está muy extendido hoy en día pero la primera pregunta debería ser siempre: ¿Debemos preservar o no? No siempre se debe preservar. Venturi siempre recuerda que ningún palacio renacentista fue construido sobre un aparcamiento. Muchos se erigieron en lugares en los que antes había edificios medievales. A veces debemos destruir, otras conservar, dependiendo de la situación.

Por ello, cuando conservamos, debemos decidir qué período favorecer. Recuperar los orígenes medievales en Europa, o del siglo XVIII en Estados Unidos, puede suponer la destrucción de un hermoso escaparate de los años treinta. Así que la decisión de qué períodos se deben preservar debe ser situacionista y los conservadores que tienen una actitud demasiado purista pueden hacer un uso inadecuado de las estructuras y crear un ambiente insulso y limitado que ha sido preservado hasta tal punto que ya no tiene arreglo. Lo cual crea la necesidad de hacer cambios ulteriores. Y la ciudad conservada, si es todavía una ciudad real, estará siempre sujeta a la presión del cambio. Si se trata de grandes decorados, la conservación hace que su apariencia histórica se mantenga pero no su significado. Por estas razones, Barbara Capitman, la gran conservadora del distrito art-decó de Miami Beach, solía decir «la conservación es tan temporal».

También podemos pensar en la reutilización de viejas ideas. Un palimpsesto es un texto que cubre otro anterior. Si miras debajo del primero encontrarás el segundo. Nosotros, los arquitectos, conocíamos algunos palimpsestos muy bien antes de la era de los ordenadores. Eran nuestros dibujos, hechos a lápiz en papel de calco. Si un detalle del diseño cambiaba, cambiábamos el dibujo, y si volvía a cambiar, borrábamos y volvíamos a dibujar una vez más. La lista de las revisiones aparecía en los títulos, y cada vez que borrabas aparecían líneas blancas grabadas donde antes habías dibujado. También hay palimpsestos urbanos. Debajo de la Roma renacentista está la Roma medieval, y debajo de ésta, la Roma paleocristiana y la Roma romana. Los restos y trazos de todas estas Romas son visibles en la Roma moderna. En muchas ciudades vivimos sobre palimpsestos, pero en Las Vegas del 1960 sólo existía la arquitectura comercial reciente y vernácula, y el desierto.

Por otra parte está la morfología, el estudio de la forma como resultado de un proceso. Los procesos técnicos, urbanos e industriales, han sido importantes para la morfología urbana en todas las eras, y sus correlativos procesos de residuos y de reciclaje son particularmente relevantes, a la vez que un gran desafío hoy en día. Cuando las tecnologías urbanas cambian se crean nuevos tipos de residuos y también nace la demanda de un tipo de reciclaje nuevo. La tecnología electrónica crea basura virtual. Si le das a la tecla «eliminar» has generado un residuo. Si alguien recuperara todos mis archivos eliminados aprendería muchísimo; y el interés de Basurama en el uso creativo de la basura virtual demuestra que están explorando nuevas formas de «gastar bien».

Otro concepto es la «paleotecnología» [6], que consiste en el uso de una tecnología más primitiva pero igualmente apropiada: neumáticos viejos para zapatos nuevos, por ejemplo. Esto es común en el tercer mundo donde la gente tiene que salir adelante con lo que tiene o sustituir aquello que ha perdido. Los cubanos usan residuos de un modo creativo para mantener sus viejos coches americanos, para los que no existen recambios. El conductor de un taxi que ha perdido la luz que se lleva sobre el automóvil, la reemplaza con una bombilla dentro de un bote amarillo de detergente vacío, y día y noche reconoces el símbolo familiar del taxi.

Por otra parte está el concepto de «satisficing«, una noción del economista Herbert A. Simon[7]. Los modelos económicos tradicionales asumen que todo el mundo dispone de toda la información que necesita para tomar una decisión y, además, que todos somos uniformemente y perfectamente racionales. El modelo de Simon asume que la gente debe tomar decisiones dentro de un margen limitado de tiempo y con información imperfecta. «El juego del taxi» es un ejemplo del modelo «satisficing«: mientras estás decidiendo el taxímetro está corriendo; así que debes tomar la mejor decisión que puedas según el dinero del que dispongas. Los límites en la eficiencia y en la racionalidad son aceptados como parte inevitable del proceso.

El concepto de «gastar bien» implica estas visiones más inclusivas de la tecnología y del manejo de factores no cuantificables. Sin embargo, Lynch no va todavía más allá al considerar las posibilidades artísticas de los residuos y del derroche. Eso es lo que yo pretendo hacer aquí. En 2005 formaba parte de un jurado para evaluar el trabajo de alumnos excelentes de la Universidad de Tsinghua en Beijing. Le pregunté a una joven cuyo proyecto me había gustado mucho qué carrera estaba haciendo y me contestó que se iba a titular en gestión de aguas residuales. Me sorprendió porque parecía algo muy aburrido. Así que le pregunté si estaba estudiando la gestión de aguas residuales como parte de una ingeniería y me dijo que no, que como disciplina artística.

Esto es de lo que nos está hablando Basurama. Cuando los miembros de Basurama se dirigieron a nosotros no conocían los detalles de mi formación, que he estado relatando, y por lo tanto, cual podría ser mi aproximación al tema de la basura, pero intuyeron que nuestro libro, Aprendiendo de Las Vegas, podía ser un ejemplo de una visión creativa de esta materia. Yo acepté, añadiendo que, de hecho, había también una serie de intereses culturales, sociales y metodológicos, así como un interés artístico, que nos empujó a examinar las ciudades del suroeste norteamericano.

Pero ¿por qué Las Vegas? Porque era el arquetipo, no el prototipo. Era el ejemplo más claro: sus signos eran más grandes y su contexto más sencillo. No había una ciudad de la época colonial o del siglo XIX entre la avenida principal y el desierto. En Los Ángeles, la más grande y representativa ciudad de automóviles, había una estructura previa: las vías ferroviarias. En Las Vegas podíamos analizar un fenómeno en estado puro.

El propósito de nuestro estudio, del que nació Aprendiendo de Las Vegas, ha sido recientemente comentado por Karin Theunissen: «Este estudio fue titulado `Aprendiendo de Las Vegas o Análisis formal como investigación de diseño’ y surgió como `un estudio que nos ayudará a definir un nuevo tipo de urbanismo que está emergiendo en América….que, por ignorancia, definimos hoy en día como ramificación urbana’. El objeto del estudio se define de este modo `entender esta nueva forma y empezar a desarrollar técnicas para manejarla’. De esto entendemos que Aprendiendo de Las Vegas es un estudio de observación de las formas de la ciudad, seguido de una documentación, un análisis y una clasificación de los datos obtenidos para `que puedan ser de utilidad como herramientas de diseño para urbanistas’. La publicación original incluye notas al margen, en negrita, que hacen referencia a aspectos del análisis técnico, como por ejemplo `Este ha sido un estudio técnico. Estamos desarrollando nuevas herramientas: herramientas analíticas para entender nuevos espacios y formas, y herramientas gráficas con las que poder representarlos’.» [8]

Nosotros no queríamos estudiar Las Vegas simplemente como un conjunto de signos. Queríamos aprender, a través de ella, acerca de gustos culturales, arte popular, procesos y sistemas urbanos, configuración urbana y usos de la historia. Viajando metafóricamente de Roma a Las Vegas, para volver de nuevo a Roma, intentamos establecer un vínculo entre presente y pasado y englobar el paisaje del día a día en la tradición arquitectónica y en nuestra experiencia moderna. La arquitectura moderna se había alejado de la tradición; nosotros aspirábamos a hacer arquitectura otra vez. Y sí, queríamos aprender sobre signos e iconografía; sobre cómo Las Vegas establecía una comunicación con la gente que la cruzaba en coche cuando circulaba por la avenida principal a 50 km por hora. Más adelante nos dimos cuenta de que Las Vegas nos había dado una lección importante sobre el papel de la comunicación y del simbolismo en arquitectura. Este aspecto del diseño había sido ignorado por los arquitectos modernos, aun cuando incorporaban un alto nivel de simbolismo en sus diseños: el simbolismo de la industria y de un mundo que estaba cambiando.

Estudiamos Las Vegas y Levittown en beneficio de nuestro arte. Como emprendedores y creadores, nuestro objetivo al observar estas ciudades e interpretar lo que había en ellas era mejorar nuestra labor como arquitectos y como urbanistas enriqueciendo nuestras habilidades y nuestras herramientas. Tomar ideas de otros campos –los procesos que habían dejado perplejos a los Smithson– ha sido uno de nuestros métodos. Hemos buscado ideas que pudiéramos trasladar a la construcción, y también símiles y metáforas que nos pudieran ayudar a evocar formas físicas a partir de conceptos verbales, de un modo creativo y lógico. En Architecture as Signs and Systems for a Mannerist Time[9] he intentado explicar algunos de estos conceptos y demostrar cómo operan en nuestro trabajo. Puede que ahora, al final de nuestras carreras, el conjunto de nuestra obra demuestre que hemos aprendido de Las Vegas.

Si, en nuestra obra, hicimos tartas de barro en Las Vegas, fue por convicciones artísticas y morales. Al enfatizar el «es» de cada día, intentamos recuperar la imaginación para que influyera en la, a menudo, agonizante realidad de nuestras ciudades. Al consagrar la basura, el más secular de nuestros productos, y buscar en ella una belleza poco común, esperamos haber encontrado una arquitectura apropiada para nuestros tiempos. Empleando esta aproximación somos herederos de una tradición moderna, porque operamos dentro de los parámetros de la filosofía de los primeros artistas modernos, pero adaptándolos a condiciones nuevas.

Ahora, Basurama está adaptando estas ideas una vez más a nuestros tiempos. Como resultado de su esfuerzo, nuestra obligación de redescubrir constantemente la arquitectura moderna –de establecer su nuevo centro en un mundo en constante cambio– debe incluir una visita con los ojos bien abiertos, y sin prejuicios, al vertedero.

 

Conferencia en el ciclo Distorsiones Urbanas de Basurama06.
La Casa Encendida. Madrid, el 4 de mayo de 2006.

Traducción: Natalie Gómez Handford y Ana Fernandez-Caparrós Turina


Notas

1. Feduchi, Pedro. «Panorama de la basura» en Basurama, Madrid: La Casa Encendida, 2005, p.75.

2. Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour, Aprendiendo de Las Vegas, Barcelona: Gustavo Gili, 1978.

3. En la edición española de Aprendiendo de Las Vegas, el traductor explica que Sprawl significa literalmente desparramarse o caer o tenderse con los brazos y piernas abiertos. Con el término Urban Sprawl los autores designan una determinada configuración urbana de tipo muy ramificado y crecimiento espontáneo, y por ello se traduce como ramificación urbana.

4. Kevin Lynch. «Environmental Adaptability,» AIP Journal 24, no. 1 (1958).

5. Kevin Lynch, Echar a perder. Un análisis del deterioro, Barcelona: Gustavo Gili, 2005.

6. Victor Papaanek, Design for the Real World: Human Ecology and Social Change, New York, NY: Pantheon Books, 1972.

7. Herbert A. Simon, Models of Man, New York, NY: John Wiley & Sons, 1957.

8. Karin Theunissen, «Re-building as Urban Tactic, Examining Venturi Scott Brown and Associates’ transformation from within the American campus,» The Architecture Annual 2004-2005, Delft University of Technology, 2006.

9. Robert Venturi and Denise Scott Brown, Architecture as Signs and Systems for a Mannerist Time, Part II, «Architecture as Patterns and Systems, Learning from Planning,» pps. 105-217.. Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2004.

 

You may also like

Leave a comment

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.